domingo, 22 de noviembre de 2009

Un malogrado intento de ser humano

Por: Sandra Becerril

-Hoy he estado reflexionando en la mejor forma de deshacerme de ti. Mi mente da vueltas y vueltas mientras pienso en tu horrible rostro. Me asquea la forma en la que masticas, salpicando con alimento a los demás. Me horroriza tu ojo derecho, más cerrado que el izquierdo; tu mirada: esos ojos que me ven, amenazan, regañan, intimidan. Nadie jamás me vio con esos ojos. Tu cabello me saca de quicio cuando el viento lo agita y se enreda en tus pequeñas, minúsculas orejas de las que cuelgan innumerables aretitos que suenan como campanitas entre ellos interrumpiendo mi silencio. Me choca cuando resoplas con la nariz ¡esa enorme y desgarbada nariz! O la forma en que caminas, moviendo tus escurridas caderas de un lado a otro, queriendo dar la falsa ilusión de sensualidad. Me fastidia tu risa hipócrita, hipócrita y plástica. Cuando ríes, pareces un maniquí mal formado, pareciera que tu cara fue pintada por un patético artista que deseaba plasmar un payaso con la sonrisa grande, grande. Me molestan tus manos cuando estás en la máquina de escribir y se mueven como pequeños pero largos tentáculos, rematando con tus uñas disparejas por la mugrienta costumbre de mordértelas como animal y luego escupirlas dónde sea. Eres un cerdo, un marrano, un malogrado intento de ser humano, un error de la naturaleza, un mediocre animal que ocupa espacio en este mundo por ocuparlo. No debiste haber nacido, de respirar ni de caminar, o al menos de salir a la calle para favorecernos a los demás con tu ausencia. Verte por ahí, no sólo ensucia el paisaje sino que lo contamina, lo ennegrece. Tu cara me hace tener ganas de vomitar en ella hasta mancharla toda como tú manchas mi vida con tus estupidísimos comentarios que salen de tu ponzoñosa boca, de tu garganta que parece de sapo, de un sapo viejo, gordo y feo.>>No quiero verte más, escucharte menos ¡Quítate de mi vista! Exijo que te borres de mi camino tal y como tu propio padre te borró del suyo. ¿Entiendes lo que te digo? Ni siquiera el mismo te quiso, te desechó como pañal maloliente, te pateó el trasero hasta cansarse y tú ni siquiera te defendiste. Eres débil, frágil, enclenque, enfermizo y tardo. ¡Y todavía tienes el descaro de exhibirte ante mí! ¡Ante mi! Nunca debiste de haberlo hecho, porque te haré desaparecer, te romperé en mil pedazos; con estos puños atravesaré tu repugnante rostro hasta que sólo queden segmentos. Un ojo por aquí, otro por allá, la boca partida en dos, tu enorme frente dispersa en el suelo… te descuartizaré. Tu sangre me llenará de placer y podré disfrutarlo, tal y como tú te deleitas viviendo a costa mía. Te mataré ahora mismo.
Entonces Javier se arma de valor y tomando vuelo estrella su puño derecho en el espejo que lo ha estado observando fijamente. Los cristales caen por el suelo y él los pisa hasta dejar sólo pequeñas astillas. Se ríe con su risa hipócrita y plástica. Satisfecho, se da la media vuelta moviendo sus escurridas caderas de un lado a otro. Casi cuando va a salir del baño jura escuchar que del pedazo de espejo en dónde se reflejaba su ponzoñosa boca, salen las siguientes palabras: − ¡Tú estas peor que yo imbécil! A ver ahora quién proyecta tu horrible rostro. ¿Crees que me da mucho gusto reflejarte? ¡Pues no! A todos les asquea la forma en que masticas, salpicando con alimento a los demás. Les horroriza tu ojo izquierdo, más cerrado que el derecho, tu cabello los saca de quicio cuando el viento lo agita…

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miércoles, 18 de noviembre de 2009

Arabia

Por: James Joyce

La calle North Richmond, por ser un callejón sin salida, era una calle callada, excepto en la hora en que la escuela de los Hermanos Cristianos soltaba a sus alumnos. Al fondo del callejón había una casa de dos pisos deshabitada y separada de sus vecinas por su terreno cuadrado. Las otras casas de la calle, conscientes de las familias decentes que vivían en ellas, se miraban unas a otras con imperturbables caras pardas.
El inquilino anterior de nuestra casa, sacerdote él, había muerto en la saleta interior. El aire, de tiempo atrás enclaustrado, permanecía estancado en toda la casa, y el cuarto de desahogo detrás de la cocina estaba atiborrado de viejos papeles inservibles. Entre ellos encontré muchos libros forrados en papel, con sus páginas dobladas y húmedas: El abate, de Walter Scott; La devota comunicante y Las memorias de Vidocq. Me gustaba más este último porque sus páginas eran amarillas. El jardín silvestre detrás de la casa tenía un manzano en el medio y unos cuantos arbustos desparramados, debajo de uno de los cuales encontré una bomba de bicicleta oxidada que perteneció al difunto. Era un cura caritativo; en su testamento dejó todo su dinero para obras pías, y los muebles de la casa, a su hermana.
Cuando llegaron los cortos días de invierno oscurecía antes de que hubiéramos acabado de comer. Cuando nos reuníamos en la calle, ya las casas se habían hecho sombrías. El pedazo de cielo sobre nuestra cabezas era de un color violeta fluctuante y las luces de la calle dirigían hacia allá sus débiles focos. El aire frío mordía, pero jugábamos hasta que nuestros cuerpos relucían. Nuestros gritos hacían eco en la calle silenciosa. Nuestra carreras nos llevaban por entre los oscuros callejones fangosos detrás de las casas, donde pasábamos bajo la baqueta de las salvajes tribus de las chozas hasta los portillos de los oscuros jardines escurridizos en que se levantaban tufos de los cenizales, y los oscuros, olorosos establos donde un cochero peinaba y alisaba el pelo a su caballo o sacaba música de arneses y de estribos. Cuando regresábamos a nuestra calle, ya las luces de las cocinas bañaban el lugar. Si veíamos a mi tío doblando la esquina, nos escondíamos en la oscuridad hasta que entraba en la casa. O si la hermana de Mangan salía a la puerta llamando a su hermano para el té, desde nuestra oscuridad la veíamos oteando calle arriba y calle abajo. Aguardábamos todos hasta ver si se quedaba o entraba, y si se quedaba dejábamos nuestro escondite y, resignados, caminábamos hasta el quicio de la casa de Mangan. Allí nos esperaba ella, su cuerpo recortado contra la luz que salía de la puerta entreabierta. Su hermano siempre se burlaba de ella antes de hacerle caso, y yo me quedaba junto a la reja a mirarla. Al moverse ella, su vestido bailaba con su cuerpo y echaba a un lado y otro su trenza sedosa.
Todas las mañanas me tiraba al suelo de la sala delantera para vigilar su puerta. Para que no me viera bajaba las cortinas a una pulgada del marco. Cuando salía a la puerta mi corazón daba un vuelco. Corría al pasillo, agarraba mis libros y le caía atrás. Procuraba tener siempre a la vista su cuerpo moreno, y cuando llegábamos cerca del sitio donde nuestro camino se bifurcaba, apretaba yo el paso y la alcanzaba. Esto ocurría un día tras otro. Nunca había hablado con ella, si exceptuamos esas pocas palabras de ocasión; sin embargo, su nombre era como un reclamo para mi sangre alocada.
Su imagen me acompañaba hasta los sitios más hostiles al amor. Cuando mi tía iba al mercado los sábados por la tarde, yo tenía que ir con ella para ayudarla a cargar los mandados. Caminábamos por calles bulliciosas hostigados por borrachos y baratilleros, entre las maldiciones de los trabajadores, las agudas letanías de los pregoneros que hacían guardia junto a los barriles de mejillas de cerdo, el tono nasal de los cantantes callejeros que entonaban un oigan esto todos sobre O’Donovan Rossa o la balada sobre los líos de la tierra natal. Tales ruidos confluían en una única sensación de vida para mí: me imaginaba que llevaba mi cáliz a salvo por entre una turba enemiga. Por momentos su nombre venía a mis labios en extrañas plegarias y súplicas que ni yo mismo entendía. Mis ojos se llenaban de lágrimas a menudo (sin poder decir por qué) y a veces el corazón se me salía por la boca. Pensaba poco en el futuro. No sabía si llegaría o no a hablarle, y si le hablaba, cómo le iba a comunicar mi confusa adoración. Pero mi cuerpo era un arpa y sus palabras y sus gestos eran como los dedos que recorrieran mis cuerdas.
Una noche me fui a la saleta en que había muerto el cura. Era una noche oscura y lluviosa y no se oía un ruido en la casa. Por uno de los vidrios rotos oía la lluvia hostigando al mundo: las finas, incesantes agujas de agua jugando en sus camas húmedas. Una lámpara distante o una ventana alumbrada resplandecía allá abajo. Agradecí que pudiera ver tan poco. Todos mis sentidos parecían querer echar un velo sobre sí mismos, y sintiendo que estaba a punto de perderlos, junté las palmas de mis manos y las apreté tanto que temblaron, y musité: ¡Oh, amor! ¡Oh, amor!, muchas veces.
Finalmente, habló conmigo. Cuando se dirigió a mí, sus primeras palabras fueron tan confusas que no supe qué responder. Me pregunto si iría a la "Arabia". No recuerdo si respondí que sí o que no. Iba a ser una feria fabulosa, dijo ella; le encantaría a ella ir.
-¿Y por qué no puedes ir? -le pregunté.
Mientras hablaba daba vueltas y más vueltas a un brazalete de plata en su muñeca. No podía ir, dijo, porque había retiro esa semana en el convento. Su hermano y otros muchachos peleaban por una gorra y me quedé solo recostado a la reja. Se agarró a uno de los hierros inclinando hacia mí la cabeza. La luz de la lámpara frente a nuestra puerta destacaba la blanca curva de su cuello, le iluminaba el pelo que reposaba allí y, descendiendo, daba sobre su mano en la reja. Caía por un lado de su vestido y cogía el blanco borde de su falda, que se hacía visible al pararse descuidada.
-Te vas a divertir -dijo.
-Si voy -le dije-, te traeré alguna cosa.
¡Cuántas incontables locuras malgastaron mis sueños, despierto o dormido, después de aquella noche! Quise borrar los días de tedio por venir. Le cogí rabia al estudio. Por la noche en mi cuarto y por el día en el aula su imagen se interponía entre la página que quería leer y yo. Las sílabas de la palabra Arabia acudían a través del silencio en que mi alma se regalaba para atraparme con su embrujo oriental. Pedí permiso para ir a la feria el sábado por la noche. Mi tía se quedó sorprendidísima y dijo que esperaba que no fuera una cosa de los masones. Pude contestar muy pocas preguntas en clase. Vi la cara del maestro pasar de la amabilidad a la dureza; dijo que confiaba en que yo no estuviera de holgorio. No lograba reunir mis pensamientos. No tenía ninguna paciencia con el lado serio de la vida que ahora se interponía entre mi deseo y yo, y me parecía juego de niños, feo y monótono juego de niños.
El sábado por la mañana le recordé a mi tío que deseaba ir a la feria esa noche. Estaba atareado con el estante del pasillo buscando el cepillo de su sombrero, y me respondió, agrio:
-Está bien, muchacho, ya lo sé.
Como él estaba en el pasillo no podía entrar en la sala y apostarme en la ventana. Dejé la casa de mal humor y caminé lentamente hacia la escuela. El aire era implacablemente crudo, y el ánimo me abandonó.
Cuando volví a casa para la cena mi tío aún no había regresado. Pero todavía era temprano. Me senté frente al reloj por un rato, y cuando su tictac empezó a irritarme me fui del cuarto. Subí a los altos. Los cuartos de arriba, fríos, vacíos, lóbregos, me aliviaron y fui de cuarto en cuarto cantando. Desde la ventana del frente vi a mis compañeros jugando en la calle. Sus gritos me llegaron indistintos y apagados; recostando mi cabeza contra el frío cristal, miré la casa a oscuras en que ella vivía. Debí estar parado allí cerca de una hora, sin ver nada más que la figura morena proyectada por mi imaginación, retocada discretamente por la luz de la lámpara en el cuello curvo y en la mano sobre la reja y en el borde del vestido.
Cuando bajé las escaleras de nuevo me encontré a la señora Mercer sentada al fuego. Era una vieja hablantina, viuda de un prestamista, que coleccionaba sellos para una de sus obras pías. Tuve que soportar todos esos chismes de la hora del té. La comelata se prolongó más de una hora, y todavía mi tío no llegaba. La señora Mercer se puso de pie para irse: sentía no poder esperar un poco más, pero eran más de las ocho y no le gustaba andar por fuera tarde, ya que el sereno le hacía daño. Cuando se fue empecé a pasearme por el cuarto, apretando los puños. Mi tía me dijo:
-Me temo que tendrás que posponer tu feria para otra noche del Señor.
A las nueve oí el llavín de mi tío en la puerta de la calle. Lo oí hablando solo y oí el crujir del estante del pasillo cuando recibió el peso de su sobretodo. Sabía interpretar estos signos. Cuando iba por la mitad de la cena le pedí que me diera dinero para ir a la feria. Se le había olvidado.
-Ya todo el mundo está en la cama y en su segundo sueño -me dijo.
No sonreí. Mi tía le dijo, enérgica:
-¿No puedes acabar de darle el dinero y dejarlo que se vaya? Bastante lo hiciste esperar.
Mi tío dijo que sentía mucho haberse olvidado. Dijo que él creía en ese viejo dicho: Mucho estudio y poco juego hacen a Juan un majadero. Me preguntó que a dónde iba yo y cuando se lo dije por segunda vez, me preguntó que si no conocía Un árabe dice adiós a su corcel. Cuando salía de la cocina se preparaba a recitar a mi tía los primeros versos del poema.
Apreté el florín bien en la mano mientras iba por la calle Buckingham hacia la estación. La vista de las calles llenas de gentes de compras y bañadas en luz de gas me hizo recordar el propósito de mi viaje. Me senté en un vagón de tercera de un tren vacío. Después de una demora intolerable, el tren salió lento de la estación y se arrastró cuesta arriba entre casas en ruinas y sobre el río rutilante. En la estación de Westland Row la multitud se apelotonaba a las puertas del vagón; pero los conductores la rechazaron diciendo que éste era un tren especial a la feria. Seguí solo en el vagón vacío. En unos minutos el tren arrimó a una improvisada plataforma de madera. Bajé a la calle y vi en la iluminada esfera de un reloj que eran las diez menos diez. Frente a mí había un edificio que mostraba el mágico nombre.
No pude encontrar ninguna de las entradas de seis peniques, y, temiendo que hubieran cerrado, pasé rápido por el torniquete, dándole un chelín a un portero de aspecto cansado. Me encontré dentro de un salón cortado a la mitad por una galería. Casi todos los estanquillos estaban cerrados y la mayor parte del salón estaba a oscuras. Reconocí ese silencio que se hace en las iglesias después del servicio. Caminé hasta el centro de la feria tímidamente. Unas pocas gentes se reunían alrededor de los estanquillos que aún estaban abiertos. Delante de una cortina, sobre la que aparecían escritas las palabras Café Chantant con lámparas de colores, dos hombres contaban dinero dentro de un cepillo. Oí cómo caían las monedas.
Recordando con cuánta dificultad logré venir, fui hacia uno de los estanquillos y examiné las vasijas de porcelana y los juegos de té floreados. A la puerta del estanquillo una jovencita hablaba y reía con dos jóvenes. Me di cuenta de que tenían acento inglés y escuché vagamente la conversación.
-¡Oh, nunca dije tal cosa!
-¡Oh sí!
-¡Oh no!
-¿No fue eso lo que dijo ella?
-Sí. Yo la oí.
-Oh, pero qué... ¡embustero!
Viéndome, la jovencita vino a preguntarme si quería comprar algo. Su tono de voz no era alentador; parecía haberse dirigido a mí por sentido del deber. Miré humildemente los grandes jarrones colocados como mamelucos a los lados de la oscura entrada al estanquillo y murmuré:
-No, gracias.
La jovencita cambió de posición una de las vasijas y regresó a sus amigos.
Empezaron a hablar del mismo asunto. Una que otra vez la jovencita me echó una mirada por encima del hombro.
Me quedé un rato junto al estanquillo -aunque sabía que quedarme allí era inútil- para hacer parecer más real mi interés por la loza. Luego me di vuelta lentamente y caminé por el centro del bazar. Dejé caer los dos peniques junto a mis seis en el bolsillo. Oí una voz gritando desde un extremo de la galería que iban a apagar las luces. La parte superior del salón estaba completamente a oscuras ya.
Levantando la vista hacia lo oscuro, me vi como una criatura manipulada y puesta en ridículo por la vanidad, y mis ojos ardieron de angustia y de rabia.
FIN

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lunes, 16 de noviembre de 2009

La compuerta número 12

Por: Baldomero Lillo


Pablo se aferró instintivamente a las piernas de su padre. Zumbábanle los oídos y el piso que huía debajo de sus pies le producía una extraña sensación de angustia. Creíase precipitado en aquel agujero cuya negra abertura había entrevisto al penetrar en la jaula, y sus grandes ojos miraban con espanto las lóbregas paredes del pozo en el que se hundían con vertiginosa rapidez. En aquel silencioso descenso sin trepidación ni más ruido que el del agua goteando sobre la techumbre de hierro las luces de las lámparas parecían prontas a extinguirse y a sus débiles destellos se delineaban vagamente en la penumbra las hendiduras y partes salientes de la roca; una serie interminable de negras sombras que volaban como saetas hacia lo alto.
Pasado un minuto, la velocidad disminuyó bruscamente, los pies asentáronse con más solidez en el piso fugitivo y el pesado armazón de hierro, con un áspero rechinar de goznes y de cadenas, quedó inmóvil a la entrada de la galería.
El viejo tomó de la mano al pequeño y juntos se internaron en el negro túnel. Eran de los primeros en llegar y el movimiento de la mina no empezaba aún. De la galería bastante alta para permitir al minero erguir su elevada talla, sólo se distinguía parte de la techumbre cruzada por gruesos maderos. Las paredes laterales permanecían invisibles en la oscuridad profunda que llenaba la vasta y lóbrega excavación.
A cuarenta metros del pique se detuvieron ante una especie de gruta excavada en la roca. Del techo agrietado, de color de hollín, colgaba un candil de hoja de lata cuyo macilento resplandor daba a la estancia la apariencia de una cripta enlutada y llena de sombras. En el fondo, sentado delante de una mesa, un hombre pequeño, ya entrado en años, hacía anotaciones en un enorme registro. Su negro traje hacía resaltar la palidez del rostro surcado por profundas arrugas. Al ruido de pasos levantó la cabeza y fijó una mirada interrogadora en el viejo minero, quien avanzó con timidez, diciendo con voz llena de sumisión y de respeto:
-Señor, aquí traigo el chico.
Los ojos penetrantes del capataz abarcaron de una ojeada el cuerpecillo endeble del muchacho. Sus delgados miembros y la infantil inconsciencia del moreno rostro en el que brillaban dos ojos muy abiertos como de medrosa bestezuela, lo impresionaron desfavorablemente, y su corazón endurecido por el espectáculo diario de tantas miserias, experimentó una piadosa sacudida a la vista de aquel pequeñuelo arrancado de sus juegos infantiles y condenado, como tantas infelices criaturas, a languidecer miserablemente en las humildes galerías, junto a las puertas de ventilación. Las duras líneas de su rostro se suavizaron y con fingida aspereza le dijo al viejo que muy inquieto por aquel examen fijaba en él una ansiosa mirada:
-¡Hombre! Este muchacho es todavía muy débil para el trabajo. ¿Es hijo tuyo?
-Sí, señor.
-Pues debías tener lástima de sus pocos años y antes de enterrarlo aquí enviarlo a la escuela por algún tiempo.
-Señor -balbuceó la voz ruda del minero en la que vibraba un acento de dolorosa súplica-. Somos seis en casa y uno solo el que trabaja, Pablo cumplió ya los ocho años y debe ganar el pan que come y, como hijo de mineros, su oficio será el de sus mayores, que no tuvieron nunca otra escuela que la mina.
Su voz opaca y temblorosa se extinguió repentinamente en un acceso de tos, pero sus ojos húmedos imploraban con tal insistencia, que el capataz vencido por aquel mudo ruego llevó a sus labios un silbato y arrancó de él un sonido agudo que repercutió a lo lejos en la desierta galería. Oyóse un rumor de pasos precipitados y una oscura silueta se dibujó en el hueco de la puerta.
-Juan -exclamó el hombrecillo, dirigiéndose al recién llegado- lleva este chico a la compuerta número doce, reemplazará al hijo de José, el carretillero, aplastado ayer por la corrida.
Y volviéndose bruscamente hacia el viejo, que empezaba a murmurar una frase de agradecimiento, díjole con tono duro y severo:
-He visto que en la última semana no has alcanzado a los cinco cajones que es el mínimum diario que se exige a cada barretero. No olvides que si esto sucede otra vez, será preciso darte de baja para que ocupe tu sitio otro más activo.
Y haciendo con la diestra un ademán enérgico, lo despidió.
Los tres se marcharon silenciosos y el rumor de sus pisadas fue alejándose poco a poco en la oscura galería. Caminaban entre dos hileras de rieles cuyas traviesas hundidas en el suelo fangoso trataban de evitar alargando o acortando el paso, guiándose por los gruesos clavos que sujetaban las barras de acero. El guía, un hombre joven aún, iba delante y más atrás con el pequeño Pablo de la mano seguía el viejo con la barba sumida en el pecho, hondamente preocupado. Las palabras del capataz y la amenaza en ellas contenida habían llenado de angustia su corazón. Desde algún tiempo su decadencia era visible para todos; cada día se acercaba más el fatal lindero que una vez traspasado convierte al obrero viejo en un trasto inútil dentro de la mina. El balde desde el amanecer hasta la noche durante catorce horas mortales, revolviéndose como un reptil en la estrecha labor, atacaba la hulla furiosamente, encarnizándose contra el filón inagotable, que tantas generaciones de forzados como él arañaban sin cesar en las entrañas de la tierra.
Pero aquella lucha tenaz y sin tregua convertía muy pronto en viejos decrépitos a los más jóvenes y vigorosos. Allí en la lóbrega madriguera húmeda y estrecha, encorvábanse las espaldas y aflojábanse los músculos y, como el potro resabiado que se estremece tembloroso a la vista de la vara, los viejos mineros cada mañana sentían tiritar sus carnes al contacto de la vena. Pero el hambre es aguijón más eficaz que el látigo y la espuela, y reanudaban taciturnos la tarea agobiadora, y la veta entera acribillada por mil partes por aquella carcoma humana, vibraba sutilmente, desmoronándose pedazo a pedazo, mordida por el diente cuadrangular del pico, como la arenisca de la ribera a los embates del mar.
La súbita detención del guía arrancó al viejo de sus tristes cavilaciones. Una puerta les cerraba el camino en aquella dirección, y en el suelo arrimado a la pared había un bulto pequeño cuyos contornos se destacaban confusamente heridos por las luces vacilantes de las lámparas: era un niño de diez años acurrucado en un hueco de la muralla.
Con los codos en las rodillas y el pálido rostro entre las manos enflaquecidas, mudo e inmóvil, pareció no percibir a los obreros que traspusieron el umbral y lo dejaron de nuevo sumido en la obscuridad. Sus ojos abiertos, sin expresión, estaban fijos obstinadamente hacia arriba, absortos tal vez, en la contemplación de un panorama imaginario que, como el miraje del desierto, atraía sus pupilas sedientas de luz, húmedas por la nostalgia del lejano resplandor del día.
Encargado del manejo de esa puerta, pasaba las horas interminables de su encierro sumergido en un ensimismamiento doloroso, abrumado por aquella lápida enorme que abogó para siempre en él la inquieta y grácil movilidad de la infancia, cuyos sufrimientos dejan en el alma que los comprende una amargura infinita y un sentimiento de execración acerbo por el egoísmo y la cobardía humanos.
Los dos hombres y el niño después de caminar algún tiempo por un estrecho corredor, desembocaron en una alta galería de arrastre de cuya techumbre caía una lluvia continua de gruesas gotas de agua. Un ruido sordo y lejano, como si un martillo gigantesco golpease sobre sus cabezas la armadura del planeta, escuchábase a intervalos. Aquel rumor, cuyo origen Pablo no acertaba a explicarse, era el choque de las olas en las rompientes de la costa. Anduvieron aún un corto trecho y se encontraron por fin delante de la compuerta número doce.
-Aquí es -dijo el guía, deteniéndose junto a la hoja de tablas que giraba sujeta a un marco de madera incrustado en una roca.
Las tinieblas eran tan espesas que las rojizas luces de las lámparas, sujetas a las viseras de las gorras de cuero, apenas dejaban entrever aquel obstáculo.
Pablo, que no se explicaba ese alto repentino, contemplaba silencioso a sus acompañantes, quienes, después de cambiar entre sí algunas palabras breves y rápidas, se pusieron a enseñarle con jovialidad y empeño el manejo de la compuerta. El rapaz, siguiendo sus indicaciones, la abrió y cerró repetidas veces, desvaneciendo la incertidumbre del padre que temía que las fuerzas de su hijo no bastasen para aquel trabajo.
El viejo manifestó su contento, pasando la callosa mano por la inculta cabellera de su primogénito, quien hasta allí no había demostrado cansancio ni inquietud. Su juvenil imaginación impresionada por aquel espectáculo nuevo y desconocido se hallaba aturdida, desorientada. Parecíale a veces que estaba en un cuarto a oscuras y creía ver a cada instante abrirse una ventana y entrar por ella los brillantes rayos del sol., y aunque su inexperto corazoncito no experimentaba ya la angustia que le asaltó en el pozo de bajada, aquellos mimos y caricias a que no estaba acostumbrado despertaron su desconfianza.
Una luz brilló a lo lejos en la galería y luego se oyó el chirrido de las ruedas sobre la vía, mientras un trote pesado y rápido hacía retumbar el suelo.
-¡Es la corrida! -exclamaron a un tiempo los dos hombres.
-Pronto, Pablo -dijo el viejo-, a ver cómo cumples tu obligación.
El pequeño con los puños apretados apoyó su diminuto cuerpo contra la hoja que cedió lentamente hasta tocar la pared. Apenas efectuada esta operación, un caballo oscuro, sudoroso y jadeante, cruzó rápido delante de ellos, arrastrando un pesado tren cargado de mineral.
Los obreros se miraron satisfechos. El novato era ya un portero experimentado, y el viejo, inclinando su alta estatura, empezó a hablarle zalameramente: él no era ya un chicuelo, como los que quedaban allá arriba que lloran por nada y están siempre cogidos de las faldas de las mujeres, sino un hombre, un valiente, nada menos que un obrero, es decir, un camarada a quien había que tratar como tal. Y en breves frases le dio a entender que les era forzoso dejarlo solo; pero que no tuviese miedo, pues había en la mina muchísimos otros de su edad, desempeñando el mismo trabajo; que él estaba cerca y vendría a verlo de cuando en cuando, y una vez terminada la faena regresarían juntos a casa.
Pablo oía aquello con espanto creciente y por toda respuesta se cogió con ambas manos de la blusa del minero. Hasta entonces no se había dado cuenta exacta de lo que se exigía de él. El giro inesperado que tomaba lo que creyó un simple paseo, le produjo un miedo cerval, y dominado por un deseo vehementísimo de abandonar aquel sitio, de ver a su madre y a sus hermanos y de encontrarse otra vez a la claridad del día, sólo contestaba a las afectuosas razones de su padre con un "¡vamos!" quejumbroso y lleno de miedo. Ni promesas ni amenazas lo convencían, y el "¡vamos, padre!", brotaba de sus labios cada vez más dolorido y apremiante.
Una violenta contrariedad se pintó en el rostro del viejo minero; pero al ver aquellos ojos llenos de lágrimas, desolados y suplicantes, levantados hacia él, su naciente cólera se trocó en una piedad infinita: ¡era todavía tan débil y pequeño! Y el amor paternal adormecido en lo íntimo de su ser recobró de súbito su fuerza avasalladora.
El recuerdo de su vida, de esos cuarenta años de trabajos y sufrimientos, se presentó de repente a su imaginación, y con honda congoja comprobó que de aquella labor inmensa sólo le restaba un cuerpo exhausto que tal vez muy pronto arrojarían de la mina como un estorbo, y al pensar que idéntico destino aguardaba a la triste criatura, le acometió de improviso un deseo imperioso de disputar su presa a ese monstruo insaciable, que arrancaba del regazo de las madres los hijos apenas crecidos para convertirlos en esos parias, cuyas espaldas reciben con el mismo estoicismo el golpe brutal del amo y las caricias de la roca en las inclinadas galerías.
Pero aquel sentimiento de rebelión que empezaba a germinar en él se extinguió repentinamente ante el recuerdo de su pobre hogar y de los seres hambrientos y desnudos de los que era el único sostén, y su vieja experiencia le demostró lo insensato de su quimera. La mina no soltaba nunca al que había cogido, y como eslabones nuevos que se sustituyen a los viejos y gastados de una cadena sin fin, allí abajo los hijos sucedían a los padres, y en el hondo pozo el subir y bajar de aquella marca viviente no se interrumpiría jamás. Los pequeñuelos respirando el aire emponzoñado de la mina crecían raquíticos, débiles, paliduchos, pero había que resignarse, pues para eso habían nacido.
Y con resuelto ademán el viejo desenrolló de su cintura una cuerda delgada y fuerte y a pesar de la resistencia y súplicas del niño lo ató con ella por mitad del cuerpo y aseguró, en seguida, la otra extremidad en un grueso perno incrustado en la roca. Trozos de cordel adheridos a aquel hierro indicaban que no era la primera vez que prestaba un servicio semejante.
La criatura medio muerta de terror lanzaba gritos penetrantes de pavorosa angustia, y hubo que emplear la violencia para arrancarla de entre las piernas del padre, a las que se había asido con todas sus fuerzas. Sus ruegos y clamores llenaban la galería, sin que la tierna víctima, más desdichada que el bíblico Isaac, oyese una voz amiga que detuviera el brazo paternal armado contra su propia carne, por el crimen y la iniquidad de los hombres.
Sus voces llamando al viejo que se alejaba tenían acentos tan desgarradores, tan hondos y vibrantes, que el infeliz padre sintió de nuevo flaquear su resolución. Mas, aquel desfallecimiento sólo duró un instante, y tapándose los oídos para no escuchar aquellos gritos que le atenaceaban las entrañas, apresuró la marcha apartándose de aquel sitio. Antes de abandonar la galería, se detuvo un instante, y escuchó: una vocecilla tenue como un soplo clamaba allá muy lejos, debilitada por la distancia:
-¡Madre! ¡Madre!
Entonces echó a correr como un loco, acosado por el doliente vagido, y no se detuvo sino cuando se halló delante de la vena, a la vista de la cual su dolor se convirtió de pronto en furiosa ira y, empuñando el mango del pico, la atacó rabiosamente. En el duro bloque caían los golpes como espesa granizada sobre sonoros cristales, y el diente de acero se hundía en aquella masa negra y brillante, arrancando trozos enormes que se amontonaban entre las piernas del obrero, mientras un polvo espeso cubría como un velo la vacilante luz de la lámpara.
Las cortantes aristas del carbón volaban con fuerza, hiriéndole el rostro, el cuello y el pecho desnudo. Hilos de sangre mezclábanse al copioso sudor que inundaba su cuerpo, que penetraba como una cuña en la brecha abierta, ensanchándose con el afán del presidiario que horada el muro que lo oprime; pero sin la esperanza que alienta y fortalece al prisionero: hallar al fin de la jornada una vida nueva, llena de sol, de aire y de libertad.

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sábado, 14 de noviembre de 2009

La hoja en blanco

Sandra Becerril

La hoja en blanco. El temido papel sin nada escrito en él. Mirándome, aguardando un derroche de imaginación que llene su espacio con pequeñas letrillas negras. La nada reflejada en un simple trozo de papel tamaño 8x10 pulgadas. La oportunidad de manifestar en él mis fantasías, mis mundos, mis personajes, mi frustración, mi amor… La encrucijada de la primera palabra, del primer párrafo que ha de formar una historia.La página me ve sin parpadear. Me observa fijamente, no pierde detalle de mi confusión de ideas, ni siquiera pestañea ante la grandiosa posibilidad de formar parte de la historia o del bote de basura. No se mueve, esta quieta, atenta, simpática incluso. Yo la veo también. La hoja en blanco impone más que yo (eso es humillante). Una simple hojita que guarda enormes posibilidades en ella. Un suspiro que me acompaña a través de la ventana me indica que talvez, por esta ocasión se trate de un poema “un poema no es original” piensa la hoja desdichada. Estoy de acuerdo con ella, talvez no un poema. El silencio proveniente de la calle en este pleno amanecer en conjunto con el grito de una mujer al fondo del callejón dice que tal vez, esta vez, sea una novela − ¿De suspenso? ¿En serio? ¡Sé más creativo!− me exige.Me esforzaré más. ¡Lo tengo! Miro en el techo mi póster de El señor de los anillos y me imagino un mundo, sí, un mundo mágico y fantástico con extraños seres y tierras extraordinarias: un cuento.− ¡No por favor! ¿Cuántas veces lo has intentado? Sólo serías una mala copia de ese libro que admiras −me reprime y agrega −no seas mediocreTiene toda la razón. ¿Un ensayo? Probablemente. Protesta también y hasta tiene el descaro de recomendarme que escriba un guión: − ¡Eso es! un guión cinematográfico de Hollywood que venda mucho…Ni poema, ni novela, ni cuento, ni ensayo. Esta hoja me exige demasiado. Es muy ambiciosa para ser de un papel tan corriente. No me gusta que me vea así. Lo sigue haciendo ¡La desgraciada se cree superior! Es molesta, me revuelve el estómago con su frágil textura. −Bien, así que no te gusta lo que escribo ¿Verdad? Y tú que me engañaste con tu risita hipócrita −le pregunto desafiándola y sacudiéndola −muy bien, espero que esto si te guste.
Entonces la tomo y la arrugo con odio entre mis pálidas manos aventándola por la ventana, lejos, tan lejos que cae en un charco de lodo después de ser apachurrada por las llantas de un automóvil. Saco otra hoja en blanco del paquete y la aplasto contra la ventana para que vea de lo que soy capaz. Una vez que el papel tiembla de miedo en mis manos, comienzo a escribir…

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martes, 10 de noviembre de 2009

El imán

Oscar Wilde

Había una vez un imán y en el vecindario vivían unas limaduras de acero. Un día, a dos limaduras se les ocurrió bruscamente visitar al imán y empezaron a hablar de lo agradable que sería esta visita. Otras limaduras cercanas sorprendieron la conversación y las embargó el mismo deseo. Se agregaron otras y al fin todas las limaduras empezaron a discutir el asunto y gradualmente el vago deseo se transformó en impulso. ¿Por qué no ir hoy?, dijeron algunas, pero otras opinaron que sería mejor esperar hasta el día siguiente. Mientras tanto, sin advertirlo, habían ido acercándose al imán, que estaba muy tranquilo, como si no se diera cuenta de nada. Así prosiguieron discutiendo, siempre acercándose al imán, y cuanto más hablaban, más fuerte era el impulso, hasta que las más impacientes declararon que irían ese mismo día, hicieran lo que hicieran las otras. Se oyó decir a algunas que su deber era visitar al imán y que hacía ya tiempo que le debían esa visita. Mientras hablaban, seguían inconscientemente acercándose.
Al fin prevalecieron las impacientes, y en un impulso irresistible la comunidad entera gritó:
-Inútil esperar. Iremos hoy. Iremos ahora. Iremos en el acto.
La masa unánime se precipitó y quedó pegada al imán por todos lados. El imán sonrió, porque las limaduras de acero estaban convencidas de que su visita era voluntaria.

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viernes, 6 de noviembre de 2009

El Reflejo

Oscar Wilde

Cuando murió Narciso las flores de los campos quedaron desoladas y solicitaron al río gotas de agua para llorarlo.
-¡Oh! -les respondió el río- aun cuando todas mis gotas de agua se convirtieran en lágrimas, no tendría suficientes para llorar yo mismo a Narciso: yo lo amaba.
-¡Oh! -prosiguieron las flores de los campos- ¿cómo no ibas a amar a Narciso? Era hermoso.
-¿Era hermoso? -preguntó el río.
-¿Y quién mejor que tú para saberlo? -dijeron las flores-. Todos los días se inclinaba sobre tu ribazo, contemplaba en tus aguas su belleza...
-Si yo lo amaba -respondió el río- es porque, cuando se inclinaba sobre mí, veía yo en sus ojos el reflejo de mis aguas.

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